Ayer mismo me preguntaba un amable lector por Polidoro Recuenco, mi dilecto amigo, jubilado del noble Cuerpo de Telégrafos, filósofo autodidacta y garrafinista de pro, al que -me decía- echaba en falta desde hace unos días. Aparece hoy Polidoro y me justifica su ausencia diciendo que obedeció a gajes del oficio de jubilado, exigencias de la edad, que a nadie perdona y que, de vez en cuando, nos obliga a hacer un mutis transitorio, y menos mal si no es definitivo y por el escotillón.
Aparece a mis ojos algo desmejorado, pero -por lo que deduzco al oírle explicarse- con sus facultades mentales íntegras, (pocas o muchas, eso es otra cosa), con capacidad para exponer y someter sus ideas a discusión, y -lo que tiene más mérito aún- para seguir aceptando cualquiera otra mejor fundada, en lógica o en derecho, sin que ese sometimiento le suponga sacrificio, sino que, por el contrario, le sirva de provecho.
Hoy, no sé si por la reciente y tan sonada conferencia de la ONU, de tanto ruido como pocas nueces, rematada en una descafeinada declaración o resolución final, que viene a recordarnos el minúsculo ratoncillo del clásico parto de los montes, me dice Polidoro así:
José María, eso de las alianzas, sean las que sean, es como lo de las donaciones. No basta con que un señor, el presunto dador, quiera dar cosa alguna a otro, el presunto donatario, si este último no quiere aceptar la dádiva, -en este caso la alianza que se le propone-. No se trata de si lo que se quiere donar sea mucho o poco -cada uno, se supone, da lo que puede y quiere-, sino de que el beneficiario de esa anunciada donación muestre su voluntad de aceptarla, o, por el contrario, su rechazo a la misma.
Efectivamente, Polidoro, y ello es tanto así, que nuestro Código Civil exige que las donaciones consten fehacientemente en acta notarial, como forma de prueba de esa explícita voluntad del donatario, de aceptar la donación que se le hace. También de evitar que el dador, arrepentido, pueda volverse atrás y reclamarle lo donado. Es un acto bilateral, o plurilateral, perfecto, que exige publicidad, no siendo bastante, en principio, un mero asentimiento verbal, ni tampoco un documento privado entre partes.
Entonces ello exige, José María, que el donatario sea una persona -física o jurídica, pero persona-, capaz de manifestar su voluntad de aceptación de aquello que se le ofrece, sea una donación, sea una alianza, sea un mero proyecto de algo. Es aquí donde me pregunto yo sobre la ambigüedad de ese término usado por el digno oferente, al hablar de «alianza de civilizaciones», que, a poco que se reflexione, nada dice. Ya, de entrada, alguno hay que considera más adecuado el término «cultura» que el de «civilizaciones». E incluso sostiene que la «civilización» es única y que se subdivide en «culturas» particulares, como partes autonómicas de aquélla. Son ganas de rizar el rizo. Para mí, ambos términos -civilización o cultura- son igual de etéreos y faltos de entidad, puede ser que correctamente políticos, pero, por ello mismo, ambiguamente imprecisos. Son términos abstractos, buenos para un discurso, pero inaprensibles e intrascendentes para el infeliz contribuyente de a pie. Las relaciones humanas, si queremos que humanas sean, han de darse entre hombres de carne y hueso, no entre conceptos, por muy sonoros que éstos sean. No desanimo a tan alto personaje político, padre de esa brillante idea de aliarse con las «civilizaciones», de su firme, cuanto impreciso, propósito y loable buen deseo, pero le insto a que sea más concreto, en especial a que manifieste con claridad a quién se refiere al hablar de «civilizaciones», nos explique con quién quiere aliarse, e igualmente exprese nítidamente, además del sujeto, el objeto de esa alianza, aquello que se compromete dar al aliado a cambio de que éste manifieste su voluntad receptiva y suscriba la alianza. Porque, lo que sí es evidente, es que hay que dar algo más que mera amistad a quien queremos -interesadamente- tener a nuestro lado y de nuestra mano. No basta ofrecerle una sonrisa, por amplia que sea. Hay que dar unas ventajas o unas ganancias. En este mundo ladrón, nada se hace por altruismo, o casi nada. Sobre todo en política. Desgraciadamente es así. «Do ut des». Te doy y me das, como decían los romanos.
Pues sí, Polidoro; no basta decir «te doy mi amistad, te propongo que nos aliemos». En primer lugar hay que ofrecerla junto con algo de sustancia, con ventajas previamente señaladas, que muevan el ánimo de aquél a quien te diriges, y luego dársela, claro, a un sujeto real, determinado, aunque pueda ser plural, capaz de aceptar la alianza propuesta -puede ser que también de agradecértela-, y sobre todo capaz de suscribir la escritura de «donación» de esa amistad, de esa alianza que se le oferta. Una «civilización» carece de firma, no pasa de ser una forma o manera de vivir, o de entender la vida. Ni se la ve, ni se la toca, todo lo más se la goza o disfruta, y, hasta en algunos casos, se la padece, Dios quiera que -en este caso- sea con resignación y esperanza. Ninguna «civilización» tiene un representante con firma para obligarla con otras «civilizaciones», igualmente carentes de representantes válidos, es decir capaces de obligar. Quiérase o no, las únicas alianzas posibles, con todas las limitaciones que les impone el hecho de ser humanas (temporalidad, fragilidad, inconstancia, falsedad, etc.), son las convenidas entre naciones legalmente consolidadas en el ámbito internacional, dotadas de representantes con capacidad jurídica bastante, delegada por los ciudadanos electores. También sería deseable que tuvieran capacidad mental adecuada a su cargo, pero, como la experiencia nos enseña, eso, en algunas ocasiones, es mucho pedir.
Sobre este asunto, José María, el de esa pretendida alianza de civilizaciones, hay mucho que hablar y, desde luego no es para tomarlo a la ligera. De todas formas, más parece la manifestación de un buen deseo que otra cosa. Es como aquel célebre artículo Sexto de la Constitución de 1812, donde los constituyentes, arrebatados por su ansia de reformar la patria de una vez para siempre, dijeron que «El amor de la patria es una de las principales obligaciones de todos los españoles, y asímismo el ser justos y benéficos», obligaciones que, al carecer de sanción penal, no pasaban de ser una norma moral de aconsejable cumplimiento, no una norma imperativa. Y nunca constitucional, por supuesto. Ese loable, aunque pueril deseo de que todos los españoles fuesen «justos y benéficos», además de amar a la patria, lo vengo equiparando con el no menos loable propósito de nuestro presidente, de querer implantar una alianza de civilizaciones, término tan vago, por razón del sujeto, que no veo posible la alianza por ninguna parte. Además de que resulta un tanto atrevido hablar de alianzas mundiales en público -sobre todo de «civilizaciones»-, constituyéndose además en notorio e internacional paladín de ellas, pues ello exige la previa acreditación de ser un experto en las mismas, ya que se corre el riesgo de que alguien, cualquiera, de dentro o de fuera, pueda decirte -muy respetuosamente, eso sí- que cómo pretendes aliar civilizaciones extrañas si antes no alcanzaste la mínima y esencial alianza interna de las distintas autonomías que integran tu propia nación, esa nación única e indivisible constitucionalmente, que algunas de sus partes, mejor dicho algunos –pocos felizmente- de sus representantes, parecen empeñados en desconocer.
No insistas, Polidoro, pues creo que la razón te asiste. Respetemos los buenos deseos ajenos, aunque de imposible cumplimiento, y pidamos, más modestamente, a nuestros políticos que sean capaces de llegar a una alianza de autonomías, que es la que realmente necesitamos, a una alianza entre los españoles todos, anteponiendo los intereses generales de una nación única -en tiempos pasados grande-, a los pequeños intereses partidistas, muy respetables, pero subordinados constitucionalmente a los anteriores. Una vez que logremos esa alianza entre nosotros mismos, los de casa, tiempo habrá de pensar en aliarse con esas «civilizaciones», que, hoy por hoy, no sabemos realmente en qué consisten.
José María Hercilla Trilla,
Salamanca, 25 Septiembre 2005.
Fuente: José María Hercilla Trilla.