Confieso mi afición a coleccionar recortes de prensa. Los guardo celosamente y los leo, aunque a veces con notable retraso. Hoy traigo a colación éste, que motiva mi comentario, sobre un extraordinario escritor portugués y también afamado médico, Antonio Lobo Antunes, nacido en Lisboa, en 1942, hombre de izquierda, incluso antiguo simpatizante del Partido Comunista portugués, al que no llegó a afiliarse, hijo de médico y también él médico, en la especialidad de psiquiatría, que abandonó la profesión en el año 1980 para dedicarse por entero a la escritura. Viudo, con tres hijas. Este es el resumen biográfico, tomado de la entrevista que le hizo la periodista Lourdes Garzón, publicada en un viejo Magazine, de El Mundo.
Lo que me ha llamado la atención de este escritor, son algunas de sus afirmaciones, tales como la de que Fernando Pessoa «le parece un escritor sin interés»; que José Saramago «ni me gusta, ni me deja de gustar. Es un fenómeno que no entiendo. Punto».
Revela valentía al manifestarse tan claramente respecto a esos «intocables», y más de un paisano chauvinista le culpará de blasfemo, iconoclasta y antiluso. No entro ni salgo en si está o no está acertado en sus juicios de valor. En cuestiones de arte, -de cualquier arte-, el subjetivismo debe ser respetado. La unanimidad de criterios es de todo punto inconcebible en la valoración de las obras artísticas. De lograrse, pienso que también sería imperdonable. Entiendo que Pessoa, como Saramago, como todo artista, tiene yerros y aciertos, cosas buenas y otras menos buenas, y hasta puede ser que alguna muy buena y alguna muy mala.
Ningún artista se encuentra en estado de trance e iluminación a lo largo de su vida, y, -como el mejor torero-, en ocasiones despacha la faena con un metesaca de aliño y tentetieso. Ni detractor a ultranza, ni defensor a capa y espada. Ecuanimidad en el juicio. No sólo el artista reconocido, sino hasta el genio en la cúspide del escalafón, por humano, es falible.
De la psiquiatría, que ejerció durante más de 15 años, dice Lobo Antunes que lo único que aprendió de ella fue a detestarla. Me atrevo a creer que se refiere más concretamente al ejercicio de la profesión que a la profesión en sí misma. Incluso puede que hasta ese sentimiento que expresa, tenga que ver más con algunos colegas de dudosa o problemática conducta, con los que pudo tener roces, o con los que pudo disentir, que con la profesión en abstracto, como ciencia. No entiendo que profesional alguno deteste su profesión, ¡con los trabajos que cuesta hacer la carrera y obtener el título!. Cosa distinta es que algunas asignaturas las consideres supérfluas y que hasta no les hayas prestado mucha atención, la imprescindible para aprobarlas y olvidarlas inmediatamente. Pero de eso a detestar la profesión media un abismo. Luego, sí, el ejercicio de la misma, el día a día con los clientes, el repetirse una y otra vez, puede ocasionar cierta insatisfacción e incluso aburrimiento. Los sueños son una cosa y la realidad es otra, generalmente bien distinta, o por lo menos diferente. De aquel inicial creerse uno un experto en la materia, -nunca un sabio-, se va uno apeando poco a poco, y se adquiere complejo de «lorito real», que ante iguales estímulos o consultas responde automáticamente con iguales respuestas, casi sin necesidad de razonamientos previos, ni tampoco de esfuerzos de memoria. Pero bueno, ese es un mal endémico en las sociedades civilizadas, donde todo hombre cifra y gana su existencia ejecutando una serie de actos repetitivos, sea un trabajador de una cadena de montaje en una fábrica, una cajera de supermercado, un empleado de Hacienda, un juez, un abogado, un registrador o un notario, un cirujano, o el cura de la parroquia. Por muy enamorado que estés de tu profesión, la monotonía asoma algunas veces la oreja. Eso de saber que hoy es igual que ayer, y que mañana será igual que hoy, que me levantaré a la misma hora, soportaré los mismos atascos para llegar puntual al trabajo, que haré las mismas cosas, etc., etc., en ocasiones, -en esas horas bajas que todos tenemos de vez en cuando-, llega a producir hastío. Lobo Antunes, muy acertadamente, se refiere a esos estados semi-depresivos, como momentos de «desespero negro».
De todas maneras toda esa monotonía, ese «desespero negro», es soportable si el ambiente es grato, si se trabaja con comodidad, si se alcanza una remuneración digna, y sobre todo si «el otro» al que siempre hay que soportar, -jefe, colega, ayudante, etc.-, no te hace la vida imposible con su presencia, su aspecto o su conducta. Yo no puedo decir que deteste mi profesión, -pues mentiría-, pero confieso que si pudiera haberla ejercido sin verme obligado a tratar en ocasiones con algunos enrevesados compañeros, o a soportar circunstancialmente a ciertos sujetos togados, su ejercicio me hubiera resultado mucho más cómodo. Ahora mismo, cuando veo o leo en los medios de comunicación las conductas de ciertos colegas, -algunos de ellos catedráticos-, convertidos en «estrellas del foro» por obra de las artimañas, tretas y argucias jurídicas, usadas en la defensa de ciertos famosos sujetos imputados en crímenes de Estado o en imperdonables delitos financieros, siento vergüenza ajena. Precisamente porque en nuestra profesión, entiendo que impera la libertad de aceptar o rehusar la defensa del que acude a nuestro despacho en busca de ayuda. Verdad es que no somos jueces, y que no debemos olvidar el precepto constitucional acerca de la presunción de inocencia, pero nuestra conducta debe ser inseparable de nuestro sentido de la ética. Yo, pobre de mí, -parvo de nacencia-, siempre entendí la profesión como medio coadyuvante de restablecer la justicia conculcada, no de burlarla. Puedo vanagloriarme de que jamás defendí un caso del que no estuviera previa y plenamente convencido de su verdad y justicia. Tal vez el hecho de no padecer urgencias económicas, -no por mi tener, sino por mi poco necesitar-, me permitió mantener mis convicciones morales, al no considerar mi profesión como fuente de riqueza, sino más bien como hontanar de derecho. Por eso mismo, disculpo al letrado principiante que asume la defensa de cuanto cliente entra en su bufete, cualquiera que sea el caso cuya defensa pretenda confiarle. «Primum vivere». Lo que no alcanzo a comprender es el caso del abogado de renombre, de acreditado bufete y sólidos ingresos, que acepta la defensa de ciertos sujetos y «ciertos» delitos, -convencido en su fuero interno de la autoría de éstos por aquéllos-, pero convencido igualmente de que le van a pagar con exceso sus habilidades para encontrar resquicio legal que les permita evadirse de sus indudables responsabilidades civiles y penales. Un abogado que se encuentre en situación económica precaria, puede tener una razonable excusa para asumir tales defensas: Lograr la fama o pagar sus facturas, le pueden obligar a hacerlo. Quién ya tenga ambas cosas, fortuna y fama, deje lo sucio para otros y no empañe su buen nombre ni su cuenta corriente. Y, si a pesar de no tenerlas, no ansía ninguna de ambas cosas, -fortuna y fama-, sino estar en paz consigo mismo y acomodar su vida a unos superiores valores éticos, cuya observancia le permita dormir sin problemas de conciencia, deje también tales problemáticos clientes y tales vituperables asuntos y desafueros para otros bufetes. De lo único que nunca he renegado en el ejercicio de mi profesión, ha sido de mis clientes. Puedo presumir de que los escogí yo. Quizá alguien pueda extrañarse de lo que digo. Voy a explicarme. Yo no considero cliente al señor o señora que acude a mi despacho a hacerme una consulta, y a quienes estoy obligado a recibir con respeto, atender con diligencia, y finalmente dar mi opinión sobre el problema o situación jurídica concreta que tuvieron a bien exponerme. Yo considero como cliente a aquél -de entre los anteriores- de cuya defensa jurídica, personal o material, me hago cargo por estimar que su pretensión, o su oposición a la del contrario, es jurídicamente defendible, y ello en la doble vertiente de estar amparada en una norma legal y en un principio ético. Una de las mayores satisfacciones del profesional es poder elegir sus clientes, que además suelen acabar siendo sus amigos. La experiencia así lo enseña. Y una de las primeras cosas que debe aprender el abogado es a distinguir entre el litigante por amor propio y el litigante por necesidad. Como le sucede al médico, cuyo buen ojo clínico le hace distinguir del verdadero enfermo al enfermo imaginario. Si el amor propio herido no viene acompañado de la razón, no tomes partido a favor del cliente, por muy simpático que te caiga él o muy bella que sea ella. Tal como, al incorporarse a filas, al recluta se le decía que dejara sus atributos masculinos colgados en el árbol que hay a la entrada de todo cuartel, igual debiera decirse del amor propio a todo sujeto que acude a un bufete, que lo deje fuera. Al juzgado hay que presentarse con razones, no con otros «ones». El amor propio del litigante no puede enturbiar el ojo clínico del abogado. ¿Y a santo de qué decía yo todo esto? Pues ya ni me acuerdo. Sea a la orden del santo del día.
Empecé hablando de Lobo Antunes, cuyas contestaciones a la periodista me llamaron la atención. Dejan entrever al inicial psiquiatra a través del escritor actual. Afirma que escribir resulta muy solitario, -cuán verdad es-; que es imposible librarse de la depresión, como tampoco de la alegría, pues ambas están dentro de nosotros mismos. Que los sueños de gloria que se tienen a los 16 ó 17 años, se mudan con el paso de los años en un estado de serenidad del que antes se carecía. Que no tiene depresiones, sino «desespero negro», seguramente forma atenuada y razonada de aquélla. Que la autosatisfacción es la alegría de los mediocres. Que no quiere parecer un intelectual. Que un hijo de puta es siempre peor que un estúpido. Que no le interesa la política. Afirma de ella -de la política- que «Es siempre la misma mierda, con otras moscas».
Con esta última y rotunda declaración, a la que me adhiero sin reservas, puede ponerse punto final al ejercicio de hoy.
José María Hercilla Trilla,
Salamanca, 14 Noviembre 2006.
Fuente: José María Hercilla Trilla.