Se me acerca Polidoro y me dice que ha muerto un hombre poderoso. Dios lo tenga en su sitio, añade. Creo que eso es lo que debe hacer Él con cada uno de nosotros a medida que nos marchemos de aquí, ponernos en nuestro sitio, colocarnos donde en justicia nos corresponda. Tal vez en eso consista estar en el cielo. Por mucha riqueza que atesorase el difunto, nosotros nos consideramos más ricos que él, por lo menos en vida, en años de vida, que es lo único que realmente cuenta. Tres años y medio de vida más rico que el finado, de momento. Esa es -la vida, la edad que cumplimos-, la única riqueza a la que no cabe ponerle tacha alguna, ya que viene dada por la misericordia de Dios, no estando por ello viciada en su origen. Ni en su final. Otra cosa es cómo la empleemos durante nuestro corto trayecto terrenal, si en hacer el bien a nuestro alrededor o si en atesorar dinero -y por ende poder- para nosotros mismos. Que para los demás no suele atesorarse. No cuenta aquí, al morirnos, ni aboga por nosotros, el dinero -que no el poder- que hayamos esparcido a nuestro alrededor, pues sabido es que si el rico y poderoso dio algo a quienes le rodearon en vida, fue por que no le quedaba más remedio, que -de haberlo podido evitar- ni las migajas dejase para otros. Y también que, si hubiese podido llevarse sus tesoros al otro mundo consigo, ¡qué pocos herederos habría en éste!
Son las tuyas reflexiones garbanceras, Polidoro, sí, pero absolutamente válidas, en este caso y en otros -casi todos- parecidos. Siempre defendí -e incluso exigí- un trabajo honrado como forma de ganarse el derecho a la vida, sacar adelante a la familia y asegurarse una vejez sin excesivos agobios, pero de eso a creer que a un ciudadano le dio Dios potestad para acumular todo -bueno, casi todo- el oro del mundo, media un abismo. En principio, va contra natura. ¿Recuerdas lo de aquel manantial, con un letrero que decía: «Bebe, pero deja agua para los demás»? Ni la laboriosa hormiga atesora más de lo que necesita para vivir durante el próximo invierno de su vida. Tampoco la no menos laboriosa abeja elabora más miel de la necesaria, hasta tal punto que cuando la cosecha es ubérrima, parte de la colmena se atiborra de miel -para el viaje que va a emprender-, enjambra, y con otra joven reina marcha a vivir en nueva colmena independiente, repitiéndose el ciclo que da nuevas vidas y colmenas, sin que ninguna de ellas pretenda guardar en sus panales toda la miel disponible en el mundo. Incluso si sobra miel, después de ido el enjambre primero, otro jabardo se llevará parte de la que queda para independizarse. Y puede que hasta un reducido jabardillo haga lo mismo días más tarde, hasta dejar a la colmena madre con la miel imprescindible para seguir viviendo y volver a prosperar con otras cosechas de flores en la siguiente primavera. El oso acumula la grasa que precisa para soportar el invierno, pero ni un solo gramo de grasa de más. Tal vez el cerdo sea el animal insaciable que come y engorda sin tino ni medida, con una voracidad absurda, y al final ya sabemos como acaba. Colgado. Y su tesoro -su grasa y sus jamones- se los comen otros. Como el cerdo, el hombre es animal que no calcula bien sus necesidades y cree que todo es poco para guardarlo para sí mismo, olvidando que los bienes son limitados y que cuanto atesore lo hace privando de su goce a otros hombres y, sobre todo, que su tesoro no puede llevarlo consigo al otro mundo, ni tampoco Dios le dará tiempo -es decir vida- para gozar de sus riquezas hasta agotarlas en forma razonable. Las tiene que dejar a sus espaldas. ¿Para qué, pues, el dejarse la vida en atesorar lo que no nos es necesario?
Y aquí viene, Polidoro, la reflexión que me hago cada vez que sé de la muerte de algún opulento ciudadano. Todos debemos dejar nuestros bienes, pero resulta absurdo que junto a ellos dejemos unos obituarios en los que se nos ponga de hoja de perejil. Siempre entendí -así lo aprendí de mi padre- que el mayor tesoro que un hombre puede dejar a sus hijos es un nombre inmaculado, inatacable, honrado (no honesto, como se dice ahora), del que nadie -ni aún escarbando- pueda decir cosa mala o atribuirle al difunto vergonzosa conducta. Lo del dinero podrá venir por añadidura, pero lo esencial es un recuerdo limpio, como la patena. Casi exactamente lo contrario de lo que ahora se estila y aprecia.
Ya sabemos, José María, que no es tarea fácil resistir a las tentaciones que surgen por el camino, sobre todo si la vida se te presenta difícil y ansías remediar esa situación con poco esfuerzo. Por algo se dice «líbranos de caer en la tentación» al rezar el Padre Nuestro. No es un ruego hecho a la ligera, sino que significa el explícito reconocimiento de nuestra debilidad y la necesidad en que estamos de ser auxiliados por un poder superior para superar flaquezas humanas. Cuando se han vivido muchos años y se goza de buena memoria es fácil recordar las muchas ocasiones en que uno estuvo tentado a olvidarse de lo que significa una vida recta. El camino está lleno de ocasiones, de tentaciones. Y líbrete Dios de caer en la primera. Las otras van rodadas. Es aquí cuando las enseñanzas paternas -y maternas también- obligan a imitar los modelos en cuya casa tuviste la suerte de crecer. No es que quien se entretiene en estas divagaciones se tenga por hombre perfecto. No ha habido hombre perfecto jamás, pero somos muchos -usted también, amigo lector, estoy seguro de ello- los que hemos intentado buscar la perfección.
Sí, Polidoro. El que lo hayamos conseguido o no, es otra cosa, todo depende de lo alto que hayamos puesto el listón de nuestras aspiraciones, y ya sabemos que para superar marcas, sean de altura, de velocidad o de riqueza, hay que doparse, o séase caer en la tentación. La diferencia entre el simple deportista y el poderoso financiero es que al primero, si se le descubre la trampa, se le descalifica y expulsa del pelotón de los honrados aspirantes al triunfo, mientras que al poderoso financiero, por eso de ir unido poder a riqueza, aunque se le descubra un enjuague se le permite seguir haciéndolos, cada día más y más gordos, despepitándose las gentes por contarle -al poderoso financiero- entre sus amigos y «honrarse» con su trato habitual o con su accidental compañía. Los hombres de nuestra edad hemos conocido ascensos fulgurantes de sujetos salidos poco menos que de la nada, «carrerones» que nos han dejado estupefactos, sobre todo si hemos conocido a esos personajes personalmente, y aún más si el conocimiento ha sido por motivos profesionales, cuando acudían a nosotros a consulta, en los comienzos de su vida laboral, buscando su lugar bajo el sol, derecho que nadie les niega. Lo malo es que muchos quieren o han querido llevarse el sol entero para ellos. Y cuando les llega la hora indefectible y mueren, ni sol, ni sombra, tan sólo una serie de obituarios reveladores de que, aunque ricos hasta las cejas, son poco dignos de imitación por quienes pusieron su listón a la altura de sus humanas -y éticas- limitaciones, dispuestos a superarlo -el listón- sin necesidad de fraudulentos dopajes. ¿Qué éstas reflexiones son tan garbanceras como las tuyas, Polidoro? Pues sí, pero en puridad no hay otras, aunque sólo las admitamos algunos. El oro tendría que ser, como decía mi suegra, igual que las patatas, que al año se pudren y a nadie aprovechan. (Dios la tenga en la gloria, era una sabia mujer. Además de una señora.)
José María Hercilla Trilla,
El Barco de Ávila, 24 Julio 2007.
Fuente: José María Hercilla Trilla.