La II República empezó mal y acabó peor. Nunca fue una democracia, tal y como se entiende hoy. Fue un absoluto fracaso colectivo, que fracturó una sociedad, generó una creciente violencia y acabó en una cruel guerra fratricida. Sorprende, por tanto, que ahora, algunos la intenten idealizar y quieran convertir esos momentos convulsos y violentos, en un oasis de paz y amor. Los actos conmemorativos del 14 de abril, día en que en 1931 se impuso la república, hacen sonrojar a los historiadores y a tantos demócratas que tanto han hecho por construir nuestro estado de derecho.
Pero la historia es la que es, por mucho que algunos la quieran cambiar o tergiversar. Nunca hubo un plebiscito a favor de la república. Nadie votó si quería república o monarquía. Se aprovecharon las elecciones municipales del 12 de abril de 1931, en la que los republicanos solo vencieron en la mayor parte de las capitales de provincia, pero perdieron de forma clara en el resto de poblaciones, y muy especialmente en las zonas rurales; para imponer la república.
La izquierda, aupada por los resultados en las grandes capitales, hizo lo que se le da mejor: agitar la calle. Con una puesta en escena bien orquestada, tomaron las calles, creando un ambiente de preguerra y tensión. Organizaron manifestaciones presentándolas como espontáneas (esto nos suena mucho), con el objetivo de atemorizar a la población.
La cobardía de muchos, los complejos de otros y la pusilanimidad de quienes deberían haber mantenido el orden público dejaron solo al Rey Alfonso XIII que, para evitar derramamiento de sangre, asumió su salida de España.
Todo esto dio lugar al golpe de Estado de 1931, por el que la izquierda radical impuso la II república en España, un régimen que de ninguna manera se puede comparar con un sistema democrático, y que dio a sus promotores la legitimación que necesitaban para, posteriormente, saltarse cualquier resultado electoral, tal y como hicieron, y buscar lo que era su objetivo primordial, que era imponer la dictadura comunista a imagen y semejanza de la soviética, implantar el pensamiento único, con la estigmatización de la burguesía, la derecha y la religión, y la eliminación de las libertades, la justicia y la democracia.
Nació, por tanto, la II República, fruto de la mentira y de la coacción, y a pesar de no ganar unas elecciones. Se impuso la república, aunque nadie votó por ella. Se instaló la república y con ella el revanchismo, la persecución y la violencia, que acabó desembocando, finalmente, en la inevitable Guerra Civil.
Pero es que la izquierda nunca aceptó los resultados democráticos. De hecho, aparte del golpe de 1931, que impuso la república por la fuerza; en 1933 la izquierda también se negó a reconocer la victoria de la derecha, y el PSOE, UGT y otros intentaron un nuevo golpe de estado en el año 1934, provocando la revuelta de Asturias. Incluso las elecciones de 1936 fueron manipuladas en toda la geografía española otorgándose la izquierda cerca de 50 diputados que no eran suyos.
Ciertamente, la II República fue un caos, no fue, de ningún modo, democrática. Es más, la izquierda siempre tuvo en mente la imposición de una dictadura comunista. Para darnos cuenta de esta realidad, basta leer los periódicos de la época y lo que decían los líderes políticos en esos años. Por poner solo un ejemplo, en uno de sus discursos publicado el 25 de julio de 1933 en el periódico “El Socialista”, el presidente del PSOE, Francisco Largo Caballero, hablaba de sustituir el régimen republicano “por un régimen socialista, colectivista”. Y añadía: “A la dictadura burguesa, nosotros preferimos la socialista”.
La izquierda no buscó en ningún momento la convivencia pacífica entre todos, sino que buscó la confrontación y la aniquilación del contrario. Que ahora algunos ignorantes paseen la bandera preconstitucional republicana, o digan según que sandeces de la II República, provoca sonrojo. Su desmemoria histórica, impuesta hábilmente por ley en el Parlament, es otra de sus hazañas que deberá ser reconducida cuando el PP llegue, otra vez, al Govern.
Hoy día, la izquierda intolerante, sectaria y anticlerical sigue presente en las instituciones. Lo vemos constantemente en el Parlament, oímos sus discursos revanchistas y cargados de odio. Buscan la confrontación y exacerban sus intervenciones por agradar a determinadas minorías radicalizadas. La izquierda no ha cambiado. Sigue utilizando la calle, la confrontación y la violencia para conseguir sus objetivos políticos. Esperemos, no obstante, que ahora, a diferencia de la II República, los sensatos sepamos hacer frente, con inteligencia y rotundidad, a tanta necedad.
Autor: Antoni Camps